jueves, 8 de febrero de 2007

La Ceremonia

A veces, el correo eléctronico te da gratas sorpresas. Hace pocos días, recibí este escrito de una persona que nos lee habitualmente, y que quiere contribuir con su granito de arena al camino de baldosas de amarillas. Cuando lo leí, sonreí al ver a cierto personaje político muy querido por mí dibujado entre las finas líneas de este post. Yo hubiese tenido muchísimo menos tacto, lo tengo que reconocer.

Todavía recuerdo con nostalgia mi Ceremonia de la Mayoría de Edad. Nos habían estado preparando durante toda la semana, y el viernes nos reunieron en un pequeño teatro del vecindario. Éramos todos niños de doce a catorce años, excepto yo, que sólo tenía diez. Desde que asistía a la escuela, todos mis profesores me habían clasificado como un niño extraordinariamente serio y precoz, y al final, mi profesora de aquel año decidió que debía presentarme a la Ceremonia. Y allí estaba yo, entre todos aquellos desconocidos, apretando los labios para simular más edad y fingiendo no ver como la brisa que entraba por las ventanas movía las banderitas y despeinaba el moño de la vieja directora.

Entonces pidieron silencio, apagaron las bombillas de la platea y descorrieron el telón: ahí estaban ya los payasos. Nunca me han gustado los payasos, con sus tristes caras pintarrajeadas y ademanes torpes. Estos, además, eran muy malos, incluso comparados con la media, y me pregunté si habría alguien tan tonto que los encontrase graciosos. Me equivocaba: a mitad de la actuación, el más grande y torpe de los payasos tropezó accidentalmente con un caniche salido de no se sabe dónde, y cayó de cabeza dentro del proscenio, agitando patéticamente sus zapatones por encima de la cabeza. Se oyó una risotada espontánea en la primera o segunda fila, y por simpatía, las filas vecinas se contagiaron de carcajadas. Los guardianes, hasta ese momento expectantes, se acercaron, tomaron fotos de quienes reían, y retiraron a los avergonzados niños, que tendrían que esperar otros dos años para asistir a la siguiente Ceremonia. Pero yo pude aguantar y no reír.

Y la Ceremonia siguió su curso. Se fueron los payasos y trajeron al Humorista. Pero sus chistes eran viejos y sin gracia, y muchos de ellos trataban sobre cosas de adultos, más tristes que risibles. Y aunque algunos rieron en las filas traseras, y fueron inmediatamente expulsados, pude aguantar la poca risa y superar la prueba. Para el final dejaron las pruebas tradicionalmente más fáciles: llegó el turno de los Políticos. Primero habló un señor maduro, con una barba cuidadosamente recortada que casi parecía dibujada. Parecía acongojado y uno sentía cómo se esforzaba para decir sólo cosas ciertas, pero a sus espaldas, una tropa de payasos y graciosos hacían cuchufletas, pedorreaban y lo coronaban con cuernos. El espectáculo me produjo más indignación que gracia. Y no me costó trabajo aguantar y no reír.


Pero entonces se produjo la catástrofe, cuando el hombre triste cedió el turno al segundo Político, un hombre de aspecto fofo con cejas muy pronunciadas, a quien juraría haber visto entre los payasos de las primeras pruebas. Se quedó sólo en la tarima, con un gran foco que alumbraba despiadadamente cada uno de sus blandos rasgos. Arrancó a hablar, pero no lograba entender lo que decía a pesar de sus largas pausas, y lo poco que entendía era tan estúpido que me maravillaba que alguna vez le hubiesen permitido convertirse en adulto. La cabeza me daba vueltas y sentía latir las venas de mis sienes. Y entre lo absurdo del momento y la incoherencia y maldad que derramaba aquella boca fofa, consiguieron que hiciera lo que nunca habría pensado posible: estallé en carcajadas, para sorpresa de mis vecinos en la platea y asombro de mi profesora, que me miraba como se mira a los locos.

Nadie me había preparado para lo que ocurrió a continuación: un destello verde que nadie más pudo ver entró volando por una de las ventanas y me asió sin piedad por ambas orejas, sacándome de aquella sala como el águila que atrapa un conejo. No sé cuanto tiempo estuvimos volando, pues me desmayé del dolor, pero al despertar, vi un nuevo cielo y una nueva tierra, y me encontré sobre la nueva hierba rodeado de extraños niños, de orejas picudas, que sonreían sin disimulo ni vergüenza. Una niña muy rubia se me acercó sonriente y me ofreció un espejo de metal. Me miré y comprobé cómo mis propias orejas se habían estirado y deformado, a consecuencia de la monstruosa presión.

Desde entonces vivo en esta extraña tierra. Los días y las noches pasan como fugaces destellos verdinegros, pero no envejecemos, porque nunca dejamos de reír. No siento nostalgia de lo que he dejado atrás, y creo que lo mismo ocurre con todos. Para regresar, sólo tendría que retirarme a un sitio apartado y pasar tres días sin sonreír, aunque es una idea tan estúpida que sólo me provoca más risa. Ayer, o quizás el día antes de ayer, la niña muy rubia me preguntó si había pensado alguna vez en regresar. Nunca, le respondí, y me sonrió con sus enormes ojos. Nunca jamás.

Escrito por Duhkha

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