Hace unos días presencié una escena que no he conseguido borrar de mi mente, al menos por ahora. Fui a ver a una buena amiga que es directora de una residencia de ancianos y, mientras la esperaba, me paré en el salón donde estaban todos los inquilinos de ese lugar. En el porche, se encontraba una anciana que no hablaba, con la mente ida, rodeada de todo lo que parecía su familia. Dos mujeres con un niño le daban conversación, aunque ella parecía no entender nada.
Mi pasmo fue cuando el bebé de más o menos un año, que sería el nieto o bisnieto de la anciana, le intentó quitar del regazo una servilleta que ésta agarraba como si fuese un tesoro. La mujer , al ver lo que ocurría, empezó a tirar resistiéndose a que el niño se hiciera con ella. Y así estuvieron, unos segundos, bebé y bisabuela enzarzados en ser dueños de simple trapo de tela hasta que una de las hijas los separó repitiendo sin parar " a la abuela grande no se le hacen esas cosas, dejala en paz, hijo".
Al instante empecé a recordar el final de cierto libro laureado donde la protagonista centenaria es maquillada, disfrazada y mangoneada por sus tataranietos ante la impasividad del resto de su familia. Dos mujeres, una ficticia y otra real, que sus últimos días son pasto de los juegos de los más pequeños, convertidas en más bebés si cabe que ellos, debido a que han perdido toda capacidad para defenderse, valerse y protegerse.
Cuando mi amiga llegó me comentó que qué mala cara tenía, a lo que yo le contesté que no se preocupara, que era la falta de sueño. Pero me alejé de allá pensando que no todo era fantasía en Cien años de soledad. Algunas veces, la realidad superaba a la ficción.